Un artículo de Manuel Castells, publicado en La Vanguardia
En pocos meses se ha afirmado con fuerza en la práctica social que la comunicación es el mecanismo fundamental para unirse.
Tamizados por un difuso sopor vacacional llegan los crujidos de un mundo en quiebra. Hechos disconexos pero que juntos componen una nueva trama de vida. Arde Londres, la xenofobia masacra en Noruega, las bolsas se hunden, el euro se avergüenza, la ficción europea se desvanece, Estados Unidos en bancarrota, la crisis financiera corroe ahorros y devora empleos, los políticos se esconden para capear el temporal, las revoluciones árabes siguen removiendo el mundo entre heroísmo ciudadano y violencia de tiranos irredentos, movimientos sociales hechos de una mezcla de hastío y esperanza extienden la indignación de España hasta la India, pasando por Grecia e Israel. Pinceladas de un lienzo de historia en trance de ser. Y aunque no lo parezca hay un hilo conductor.
En la raíz, es la crisis de un modelo. No sólo de un modelo económico dominado por un capitalismo financiero especulativo que hizo de la economía una ficción, enredando al mundo en una virtualidad de valores bursátiles, sino de un modo de vida centrado en buscar sentido en un consumo sin sentido. Dependiendo de un trabajo, cualquiera, para vivir de prestado. Hasta que calla la música y aparece el vértigo del vacío interior. En esa soledad hija de la competitividad. Y cuando lo cotidiano se cae se buscan culpables. Porque nuestra cultura está hecha de culpabilidad. De los otros. Y los más otros de los demás son los que se detectan como distintos. Esos que buscaron trabajo y refugio en países europeos incapaces de hacer niños y remilgados de la faena dura. El chivo expiatorio es la más antigua lámina en el archivo de lo atroz. Puestos a desollarlo, empecemos por sus cómplices, los que abren las puertas a los que no son verdaderos noruegos o finlandeses o daneses u holandeses o catalanes de pura sangre. El asesino de decenas de jóvenes no era un loco, sino un educado militante del segundo partido de Noruega, partido xenófobo, eslabón de un espectro desencadenado que recorre Europa. Y cuando no son nazis declarados son policías cotidianamente racistas hasta que se les va la mano y liquidan a tiros a un mulato de Tottenham, sin dar explicaciones ni a su familia. Fue la gota que colmó el vaso de sempiterna humillación por parte de una Scotland Yard corrupta a sueldo de Murdoch para espiar a quien quisiera, desde líderes políticos hasta niñas asesinadas. Hete aquí que con la policía desbordada se desatan instintos de incendio y pillaje con participación de gentes de toda edad, clase y condición. Acceso libre al consumo. Como si la presión a la que se somete a una sociedad consumista incapaz de consumir hiciera explotar una caldera de rabia difusa, sin los tonos nobles de nuestros pacíficos indignados. Terror entre las élites y los ciudadanos de bien. Los salvajes están encasa y no todos son negros o inmigrados. Mano dura como respuesta. Aun sabiendo de siempre que cuanta más represión hay más hierve la sangre mientras las raíces de la cólera sigan ahí. ¡Qué civilizados y sensatos parecen los indignados españoles (o sus primos israelíes o sus hermanos griegos) en comparación con estos ingleses desbocados del siglo XXI! Pero no se equivoque. Nuestros indignados son activamente no violentos, pero que no se intente pararlos a golpes con argumentos de limpieza de plazas y ordenación de tráfico. Porque no se van a parar, van lejos, irán hasta el fin de la denuncia de un sistema que nos está tragando a todos en el torbellino de destrucción generado por el cinismo financiero y la incompetencia política. En estos movimientos sociales se juntan la crítica a formas alienadas de vida con el rechazo a pagar los platos rotos derivados de los errores (o cálculos especulativos) de los dueños del dinero y el poder que, como siempre, quieren irse de rositas.
Y mientras, allende el Mediterráneo, los árabes se reencuentran a sí mismos, con movimientos sociales derrocando tiranos y juzgando a corruptos aunque a veces sea a costa de ríos de sangre que aún fluyen a raudales en Siria ante las protestas estériles de la timorata comunidad internacional. Menos mal que los sirios, como los egipcios, los tunecinos y tantos otros decidieron hace tiempo que tenían que liberarse ellos mismos sin pedir permiso a los sospechosos habituales. Lástima que el sueño de los indignados israelíes abrazándose a los acampados de Tahrir haya chocado con la provocación deliberada de islamistas y sionistas para frustrar una paz posible entre personas cansadas de ser rehenes de políticos y geopolíticos.
En todos estos episodios dispares se repiten temas y formas. En el horizonte está la autogestión de la vida, pasando de políticos profesionales. En el núcleo de la acción están internet y las redes móviles. Es mediante las formas autónomas de comunicación que la gente ha podido autoorganizarse, coordinarse y suscitar un debate democrático de ideas, sueños y propuestas. En pocos meses se ha afirmado con fuerza en la práctica social que la comunicación es el mecanismo fundamental para unirse y que la reunión de personas en las redes sociales, preludio de acampadas y manifestaciones, permite superar el miedo en el que se basa el control social de un sistema que ya no convence y apenas vence. Las revoluciones del siglo XXI, en sus múltiples formas, ya tienen sus herramientas, hechas de comunicación autónoma interactiva y multimodal, local y global. Sabiendo que en internet, que está hecho de la vida de los internautas, hay de todo, lo mejor y lo peor, desde asesinos y saqueadores hasta rebeldes contra la tiranía o inventores de la nueva vida. Pero es la matriz del desafío a un mundo que se autodestruye, afirmando la posibilidad de reconstruir la sociedad desde la base.
Porque algo huele a podrido en Dinamarca. Y en Noruega. Y en Europa. Y hasta en esta España que se montó en una economía de cartón piedra gobernada por monigotes de papel.
Vivimos tiempos borrascosos. Pero las borrascas limpian el aire. ¿No siente la brisa que viene del mar?
Manuel Castells Oliván (Hellín, España, 1942) es un sociólogo y profesor universitario, catedrático de Sociología y de Urbanismo en la Universidad de California en Berkeley, así como director del Internet Interdisciplinary Institute en la Universitat Oberta de Catalunya.
Enlace permanente: http://goo.gl/JORT4