La reforma de las administraciones encargada a la Comisión de Reforma de las Administraciones (CORA), la reforma Local y la reforma de la Justicia, que provocarán el repliegue de los servicios y bienes prestados desde la esfera pública, se basa en el convencimiento ideológico de que las administraciones son una nueva fuente de beneficios para la gestión privada.
Juan Carlos Rodríguez de la Coba, secretario de Comunicación de FSC-CCOO.
Juan Carlos Rodríguez de la Coba.- Secretario de Comunicación de FSC-CCOO
La reforma de las Administraciones Públicas se abre paso discretamente en un escenario social en el que la reforma de las pensiones es presentada como un pretendido plan de ahorro de 30.000 millones de euros que salen directamente de la calidad de vida de los pensionistas y asalariados y que, salvo que se puedan costear la dignidad en la vejez a través de fondos de pensiones privados, pasarán a tener en breve una pensión de supervivencia, que no de jubilación porque no creo que quede júbilo alguno en ese inminente futuro en el que perderán la condición de activo. Esto, junto con la demolición del modelo de sanidad y educación pública -tal cual lo habíamos entendido colectivamente hasta hoy- constituyen una buena parte de lo que habíamos dado en llamar el modelo social europeo, el Estado como garante del bienestar de la ciudadanía.
La oposición de la sociedad a la pérdida de estos servicios, que se sostenían entre todos, para pasar a unos servicios que cada uno se sostendrá hasta donde le alcancen sus ingresos, resulta cada vez más evidente. El alcance del enorme rechazo que produce ese cambio de modelo se debe entre otras causas a la clara percepción para extensas capas sociales de la práctica imposibilidad de mantener con unos ingresos menguantes -la participación de las rentas del capital ha superado por primera vez en la historia económica española desde que hay datos a las rentas del trabajo-, una calidad de servicios equivalente al que hoy le brinda el sistema publico. Una buena muestra resulta la enorme dificultad para un número nada despreciable de estudiantes con sus familias, amenazadas o alcanzadas por el desempleo, puedan costear las actuales tasas de la educación universitaria.
La reforma de las administraciones tiene al contrario otra consideración social. En principio la mera formulación del objetivo propuesto, los explícitos y los no explícitos, suena bien incluso dentro de esas mismas capas sociales que se oponen al cambio de modelo sanitario o educativo. El desmontaje de lo que se ha caracterizado como derroche autonómico y local y una sensible reducción del aparato del Estado, en mayúsculas, y del espacio y funciones que garantiza en la sociedad en última instancia, goza de una consideración social mucho más positiva. Y el problema es que ese plan de reformas agrupadas bajo tres grandes títulos significan la andanada final a la médula de "la cosa pública", el aparato sobre el que se asienta el poder del Estado y la arquitectura administrativa y legal con la que se estructura el país: la reforma de la Administración Local, la reforma de las administraciones encargada a la Comisión de Reforma de las Administraciones (CORA) y la reforma de la Justicia.
Y, a pesar de la gravedad y alcance de los procesos de reforma que se han planteado, la ciudadanía en general no parece percibir con idéntica alarma las consecuencias, ni tiene presente la traducción que en sus propias vidas pueden llegar a tener estas reformas. Además, algunas de las consecuencias que dichos proyectos implican, alcanzan a conceptos como la calidad de la democracia, la estructura del Estado o la cobertura judicial de la ciudadanía que, entre grandes masas sociales -que atraviesan enormes dificultades para cosas tan concretas como alimentarse, guarecerse y subsistir-, parecen hoy necesidades en cualquier caso secundarias o, al menos, aplazables.
Hablarles a estas personas de la estructura y cartera competencial del Estado español, puede parecer, como mínimo, una pedantería. Pero que una reforma de la ejecución y distribución de dichas competencias, en algunos casos de orden constitucional, se ventile como una mera reforma de las estructuras administrativas en pro de un proceso guiado por los costes y que acabará significando una notable centralización en la administración para su prestación, y un más que probable repliegue de los servicios y bienes prestados desde la esfera pública, no está al margen del convencimiento ideológico de que el aparato de las administraciones son un nicho enorme para el mercado interior de servicios y la gestión privada.
Por eso, hemos de traducir lo que el replanteamiento competencial de las administraciones, esto es, la funciones y servicios que prestarán a los ciudadanos y ciudadanas y qué administración es responsable, acabará suponiendo en el funcionamiento de nuestra sociedad y en la vida de las personas.
Las reformas puestas en marcha por el gobierno conservador español, comprometidas con las instancias económicas internacionales, se realizan en un escenario caracterizado por una política que está utilizando el empleo público con un factor de ajuste presupuestario y de reducción del déficit, como diría el ministro Montoro, "de libro". Reducción de costes y de empleo publico, de alcance y cobertura de los servicios y deterioro de la calidad de la prestación y, en muchos casos, de las infraestructuras necesarias para ésta.
Hacia modelos de privatización más radicales
Hasta hoy la política española tras la transición, que se caracterizó por la transformación de una administración burocrática en una administración prestadora de servicios, ha mantenido un debate de mero matiz entre los dos partidos que han gobernado sobre el alcance de los procesos de externalizacion y/o privatización de los servicios. Pero la crisis, palabra de la que tantas veces hemos oído su significado de oportunidad, lo ha sido realmente para las fuerzas económicas conservadoras del continente, que son quienes rigen hoy unas instancias económicas con nombre propio, la Troika. Y de privatizar la gestión de determinados servicios, subcontrar su prestación o concesionar funciones o actividades en el pasado, avanzamos hacia modelos de privatización cada vez más radicales y profundos que no garantizan ni calidad, ni la prestación ni la titularidad de éstos.
Lo que junto el hundimiento de las tasas de empleo público (dejamos caer en más de 500.000 personas los servidores públicos en la lógica de que sobran personas al servicio de la ciudadanía pero se crean programas públicos para que los desempleados cubran las necesidades de municipios en varias comunidades) acabará significando la retirada de la gestión pública de numerosos espacios y servicios administrativos con consecuencias muy variadas.
Citaba antes el aumento de las tasas educativas, a lo que podemos añadir el establecimiento de unas tasas judiciales que, más allá de una reforma de enorme calado en el Código Penal y de la alteración sustancial de la nueva planta judicial, significan un incremento del coste del acceso a la Justicia que enormes capas sociales, las más necesitadas del amparo judicial, consideran inasumibles en un sistema judicial que sigue caracterizado entre esas mismas capas como una justicia desigual en función de los recursos, o sea, para ricos, lenta y con unas instituciones de gobierno deslegitimadas por su politización (salvo para los magistrados del Tribunal Constitucional que no ven problema en que su presidente sea juez y parte) y que no garantizan la imparcialidad.
Y pese a que es un servicio que la mayoría de la sociedad aspira a no disfrutar, Instituciones Penitenciarias avanza en estos momentos hacia una privatización creciente. También la gestión de los servicios de emergencias y extinción de incendios se han privatizado en Galicia, con la paradoja de que agentes de la autoridad, como son los bomberos en nuestra legislación, ejerzan esta autoridad bajo la responsabilidad privada. Hablamos en todos los casos del ejercicio de los poderes del Estado, también cuando se plantea la privatización del registro de actos administrativos. Pero podemos encontrar servicios privatizados en grado creciente en la esfera no de los derechos de ciudadanía sino de los derechos humanos como el derecho al agua y cuya gestión se pretende privatizar, obstinadamente en algunos casos como el Canal de Isabel II en Madrid, pese a que son servicios de calidad contrastada, gestión eficiente y positivos para las cuentas públicas.
¿Hasta donde pretende alcanzar el proceso de desamortización de lo público? Ni siquiera materias como la investigación y el desarrollo o la seguridad en las comunicaciones quedan fuera de las muchas esferas estratégicas para cualquier estado que van ampliando la participación de capital privado en su propiedad, intelectual o física, y en su gestión.
La desarticulación que pueden provocar estas reformas del aparato del Estado, su ruinosidad creciente y el sometimiento de éste al único criterio de la austeridad y los recortes, comienzan a alcanzar funciones como la recaudatoria, entregada desde hace años a la gestión privada en la esfera local, y con una bolsa de economía sumergida que exigiría una política de refuerzo de estos sistemas y no de abandono o desistimiento. O el de la labor inspectora y fiscalizadora del gasto público que desarrollan tribunales de cuentas y que precisaría de un refuerzo de esas funciones, en un escenario salpicado día sí y día también de escándalos de corrupción. O del crecimiento de la desigualdad y las bolsas de pobreza que facilita el desmoronamiento del incipiente sistema de servicios sociales -articulados hasta ahora en los municipios-, porque es desde la proximidad desde donde no se puede mirar para otro lado ante el avance de la pobreza y la marginalidad que la sigue. Volviendo a entregar a la esfera de las virtudes y la caridad, y al aparato social de iglesias u otros apostolados, lo que ya habíamos conseguido instalar en la esfera de los derechos de las personas.
Pero sin necesidad de acudir a las grandes categorías, gestiones ordinarias, diarias, como las cuestiones relativas a los datos de filiación y su custodia, la emisión y renovación de documentos públicos como el permiso de circulación, pasaporte, documento de identidad o el cobro de un subsidio, por increíble que hoy nos pueda parecer, son susceptibles de pasar a ser gestionados por un criterio de búsqueda de rentabilidad y la generación de beneficios antes que de prestación igualitaria de un servicio de calidad y de la obligada custodia de información privada o pública de los ciudadanos y ciudadanas.
Avance del poder financiero
El retroceso de lo público significa un avance implacable no de la iniciativa privada, sino del poder financiero que busca nuevas inversiones y marcos reguladores o inexistencia de ellos, que garanticen las enormes inversiones precisas, dignas de un Estado, procedentes de fondos de pensiones o especulativos en busca de rentabilidad y la mayor seguridad posible. Paradójica pero consecuentemente, la desfiscalización de estas rentas del capital, acaba entregándoles lo público en bandeja.
Y se retuercen los argumentos cuando se dice que está demostrado que la "iniciativa" privada sea más rentable o eficaz que la pública. Antes bien, está demostrado todo lo contrario. Que no es posible la cuadratura del círculo; y sostener servicios públicos y una estructura del Estado que garantice los derechos de la ciudadanía, manteniendo la calidad e incorporando la lógica del beneficio, es cuadrar el círculo. No hay margen para ello. Porque muchos de esos servicios solo arrojan resultados positivos si se agregan factores como la rentabilidad social, la articulación del territorio o la calidad de vida de los seres humanos.
Por eso, los procesos privatizadores acaban generando una desarticulación total de lo público sobre la que se consolida la privatización de los medios de producción de esos bienes y servicios. Por eso, siempre esos procesos son a costa de la ciudadanía, en buena medida de su bolsillo, y otra gran parte, a través de la pérdida de derechos y de la garantía de que el Estado sea un avalista eficaz de esos derechos. Derechos que, según nuestro presidente, quizá no nos podamos permitir.
Precisamente por eso, hemos de ser capaces de explicarle a la gente el significativo alcance de estas reformas de las administraciones y del papel que juegan en la cobertura de las necesidades de la ciudadanía, en su vida diaria, pueden llegar a tener. Porque si se pierde el modelo social europeo, la sanidad y la enseñanza, las administraciones publicas como el instrumento para el despliegue del Estado, la herramientas de fiscalización pública, una justicia accesible o las capacidades de la sociedad española como colectivo para garantizar la aplicación de las leyes, desde la fiscalidad a la seguridad, habremos ingresado de pleno en otro modelo social que, cuando llegue, lo hará para quedarse y hará que nunca más las vidas de unas cada vez más empobrecidas capas sociales, vuelva a ser tal y como la conocimos.
Para ese fin, CCOO ha iniciado una campaña orientada hacia la ciudadanía para explicarles el alcance que en sus vidas la desaparición de lo público puede llegar a tener, que lo público no está amenazado, sino en proceso de liquidación y derribo, y que solo la acción de la sociedad es capaz de salvar lo público, porque es nuestro y para que las próximas generaciones no tengan que volver a pelear las mismas batallas que antes dieron sus progenitores para obtener una sociedad en la que las personas, y no los intereses económicos, sean lo primero.
La reforma de las Administraciones Públicas se abre paso discretamente en un escenario social en el que la reforma de las pensiones es presentada como un pretendido plan de ahorro de 30.000 millones de euros que salen directamente de la calidad de vida de los pensionistas y asalariados y que, salvo que se puedan costear la dignidad en la vejez a través de fondos de pensiones privados, pasarán a tener en breve una pensión de supervivencia, que no de jubilación porque no creo que quede júbilo alguno en ese inminente futuro en el que perderán la condición de activo. Esto, junto con la demolición del modelo de sanidad y educación pública -tal cual lo habíamos entendido colectivamente hasta hoy- constituyen una buena parte de lo que habíamos dado en llamar el modelo social europeo, el Estado como garante del bienestar de la ciudadanía.
La oposición de la sociedad a la pérdida de estos servicios, que se sostenían entre todos, para pasar a unos servicios que cada uno se sostendrá hasta donde le alcancen sus ingresos, resulta cada vez más evidente. El alcance del enorme rechazo que produce ese cambio de modelo se debe entre otras causas a la clara percepción para extensas capas sociales de la práctica imposibilidad de mantener con unos ingresos menguantes -la participación de las rentas del capital ha superado por primera vez en la historia económica española desde que hay datos a las rentas del trabajo-, una calidad de servicios equivalente al que hoy le brinda el sistema publico. Una buena muestra resulta la enorme dificultad para un número nada despreciable de estudiantes con sus familias, amenazadas o alcanzadas por el desempleo, puedan costear las actuales tasas de la educación universitaria.
La reforma de las administraciones tiene al contrario otra consideración social. En principio la mera formulación del objetivo propuesto, los explícitos y los no explícitos, suena bien incluso dentro de esas mismas capas sociales que se oponen al cambio de modelo sanitario o educativo. El desmontaje de lo que se ha caracterizado como derroche autonómico y local y una sensible reducción del aparato del Estado, en mayúsculas, y del espacio y funciones que garantiza en la sociedad en última instancia, goza de una consideración social mucho más positiva. Y el problema es que ese plan de reformas agrupadas bajo tres grandes títulos significan la andanada final a la médula de "la cosa pública", el aparato sobre el que se asienta el poder del Estado y la arquitectura administrativa y legal con la que se estructura el país: la reforma de la Administración Local, la reforma de las administraciones encargada a la Comisión de Reforma de las Administraciones (CORA) y la reforma de la Justicia.
Y, a pesar de la gravedad y alcance de los procesos de reforma que se han planteado, la ciudadanía en general no parece percibir con idéntica alarma las consecuencias, ni tiene presente la traducción que en sus propias vidas pueden llegar a tener estas reformas. Además, algunas de las consecuencias que dichos proyectos implican, alcanzan a conceptos como la calidad de la democracia, la estructura del Estado o la cobertura judicial de la ciudadanía que, entre grandes masas sociales -que atraviesan enormes dificultades para cosas tan concretas como alimentarse, guarecerse y subsistir-, parecen hoy necesidades en cualquier caso secundarias o, al menos, aplazables.
Hablarles a estas personas de la estructura y cartera competencial del Estado español, puede parecer, como mínimo, una pedantería. Pero que una reforma de la ejecución y distribución de dichas competencias, en algunos casos de orden constitucional, se ventile como una mera reforma de las estructuras administrativas en pro de un proceso guiado por los costes y que acabará significando una notable centralización en la administración para su prestación, y un más que probable repliegue de los servicios y bienes prestados desde la esfera pública, no está al margen del convencimiento ideológico de que el aparato de las administraciones son un nicho enorme para el mercado interior de servicios y la gestión privada.
Por eso, hemos de traducir lo que el replanteamiento competencial de las administraciones, esto es, la funciones y servicios que prestarán a los ciudadanos y ciudadanas y qué administración es responsable, acabará suponiendo en el funcionamiento de nuestra sociedad y en la vida de las personas.
Las reformas puestas en marcha por el gobierno conservador español, comprometidas con las instancias económicas internacionales, se realizan en un escenario caracterizado por una política que está utilizando el empleo público con un factor de ajuste presupuestario y de reducción del déficit, como diría el ministro Montoro, "de libro". Reducción de costes y de empleo publico, de alcance y cobertura de los servicios y deterioro de la calidad de la prestación y, en muchos casos, de las infraestructuras necesarias para ésta.
Hacia modelos de privatización más radicales
Hasta hoy la política española tras la transición, que se caracterizó por la transformación de una administración burocrática en una administración prestadora de servicios, ha mantenido un debate de mero matiz entre los dos partidos que han gobernado sobre el alcance de los procesos de externalizacion y/o privatización de los servicios. Pero la crisis, palabra de la que tantas veces hemos oído su significado de oportunidad, lo ha sido realmente para las fuerzas económicas conservadoras del continente, que son quienes rigen hoy unas instancias económicas con nombre propio, la Troika. Y de privatizar la gestión de determinados servicios, subcontrar su prestación o concesionar funciones o actividades en el pasado, avanzamos hacia modelos de privatización cada vez más radicales y profundos que no garantizan ni calidad, ni la prestación ni la titularidad de éstos.
Lo que junto el hundimiento de las tasas de empleo público (dejamos caer en más de 500.000 personas los servidores públicos en la lógica de que sobran personas al servicio de la ciudadanía pero se crean programas públicos para que los desempleados cubran las necesidades de municipios en varias comunidades) acabará significando la retirada de la gestión pública de numerosos espacios y servicios administrativos con consecuencias muy variadas.
Citaba antes el aumento de las tasas educativas, a lo que podemos añadir el establecimiento de unas tasas judiciales que, más allá de una reforma de enorme calado en el Código Penal y de la alteración sustancial de la nueva planta judicial, significan un incremento del coste del acceso a la Justicia que enormes capas sociales, las más necesitadas del amparo judicial, consideran inasumibles en un sistema judicial que sigue caracterizado entre esas mismas capas como una justicia desigual en función de los recursos, o sea, para ricos, lenta y con unas instituciones de gobierno deslegitimadas por su politización (salvo para los magistrados del Tribunal Constitucional que no ven problema en que su presidente sea juez y parte) y que no garantizan la imparcialidad.
Y pese a que es un servicio que la mayoría de la sociedad aspira a no disfrutar, Instituciones Penitenciarias avanza en estos momentos hacia una privatización creciente. También la gestión de los servicios de emergencias y extinción de incendios se han privatizado en Galicia, con la paradoja de que agentes de la autoridad, como son los bomberos en nuestra legislación, ejerzan esta autoridad bajo la responsabilidad privada. Hablamos en todos los casos del ejercicio de los poderes del Estado, también cuando se plantea la privatización del registro de actos administrativos. Pero podemos encontrar servicios privatizados en grado creciente en la esfera no de los derechos de ciudadanía sino de los derechos humanos como el derecho al agua y cuya gestión se pretende privatizar, obstinadamente en algunos casos como el Canal de Isabel II en Madrid, pese a que son servicios de calidad contrastada, gestión eficiente y positivos para las cuentas públicas.
¿Hasta donde pretende alcanzar el proceso de desamortización de lo público? Ni siquiera materias como la investigación y el desarrollo o la seguridad en las comunicaciones quedan fuera de las muchas esferas estratégicas para cualquier estado que van ampliando la participación de capital privado en su propiedad, intelectual o física, y en su gestión.
La desarticulación que pueden provocar estas reformas del aparato del Estado, su ruinosidad creciente y el sometimiento de éste al único criterio de la austeridad y los recortes, comienzan a alcanzar funciones como la recaudatoria, entregada desde hace años a la gestión privada en la esfera local, y con una bolsa de economía sumergida que exigiría una política de refuerzo de estos sistemas y no de abandono o desistimiento. O el de la labor inspectora y fiscalizadora del gasto público que desarrollan tribunales de cuentas y que precisaría de un refuerzo de esas funciones, en un escenario salpicado día sí y día también de escándalos de corrupción. O del crecimiento de la desigualdad y las bolsas de pobreza que facilita el desmoronamiento del incipiente sistema de servicios sociales -articulados hasta ahora en los municipios-, porque es desde la proximidad desde donde no se puede mirar para otro lado ante el avance de la pobreza y la marginalidad que la sigue. Volviendo a entregar a la esfera de las virtudes y la caridad, y al aparato social de iglesias u otros apostolados, lo que ya habíamos conseguido instalar en la esfera de los derechos de las personas.
Pero sin necesidad de acudir a las grandes categorías, gestiones ordinarias, diarias, como las cuestiones relativas a los datos de filiación y su custodia, la emisión y renovación de documentos públicos como el permiso de circulación, pasaporte, documento de identidad o el cobro de un subsidio, por increíble que hoy nos pueda parecer, son susceptibles de pasar a ser gestionados por un criterio de búsqueda de rentabilidad y la generación de beneficios antes que de prestación igualitaria de un servicio de calidad y de la obligada custodia de información privada o pública de los ciudadanos y ciudadanas.
Avance del poder financiero
El retroceso de lo público significa un avance implacable no de la iniciativa privada, sino del poder financiero que busca nuevas inversiones y marcos reguladores o inexistencia de ellos, que garanticen las enormes inversiones precisas, dignas de un Estado, procedentes de fondos de pensiones o especulativos en busca de rentabilidad y la mayor seguridad posible. Paradójica pero consecuentemente, la desfiscalización de estas rentas del capital, acaba entregándoles lo público en bandeja.
Y se retuercen los argumentos cuando se dice que está demostrado que la "iniciativa" privada sea más rentable o eficaz que la pública. Antes bien, está demostrado todo lo contrario. Que no es posible la cuadratura del círculo; y sostener servicios públicos y una estructura del Estado que garantice los derechos de la ciudadanía, manteniendo la calidad e incorporando la lógica del beneficio, es cuadrar el círculo. No hay margen para ello. Porque muchos de esos servicios solo arrojan resultados positivos si se agregan factores como la rentabilidad social, la articulación del territorio o la calidad de vida de los seres humanos.
Por eso, los procesos privatizadores acaban generando una desarticulación total de lo público sobre la que se consolida la privatización de los medios de producción de esos bienes y servicios. Por eso, siempre esos procesos son a costa de la ciudadanía, en buena medida de su bolsillo, y otra gran parte, a través de la pérdida de derechos y de la garantía de que el Estado sea un avalista eficaz de esos derechos. Derechos que, según nuestro presidente, quizá no nos podamos permitir.
Precisamente por eso, hemos de ser capaces de explicarle a la gente el significativo alcance de estas reformas de las administraciones y del papel que juegan en la cobertura de las necesidades de la ciudadanía, en su vida diaria, pueden llegar a tener. Porque si se pierde el modelo social europeo, la sanidad y la enseñanza, las administraciones publicas como el instrumento para el despliegue del Estado, la herramientas de fiscalización pública, una justicia accesible o las capacidades de la sociedad española como colectivo para garantizar la aplicación de las leyes, desde la fiscalidad a la seguridad, habremos ingresado de pleno en otro modelo social que, cuando llegue, lo hará para quedarse y hará que nunca más las vidas de unas cada vez más empobrecidas capas sociales, vuelva a ser tal y como la conocimos.
Para ese fin, CCOO ha iniciado una campaña orientada hacia la ciudadanía para explicarles el alcance que en sus vidas la desaparición de lo público puede llegar a tener, que lo público no está amenazado, sino en proceso de liquidación y derribo, y que solo la acción de la sociedad es capaz de salvar lo público, porque es nuestro y para que las próximas generaciones no tengan que volver a pelear las mismas batallas que antes dieron sus progenitores para obtener una sociedad en la que las personas, y no los intereses económicos, sean lo primero.